Figura clave de los pioneros de La Cueva, compuso “La balsa” junto a Litto Nebbia y vendió miles de discos, Cuando tenía todo trascender, se perdió en los laberintos de la bohemia y falleció sin que nadie se diera cuenta

A mediados de los ‘60, el mundo está en combustión y Buenos Aires no es la excepción. Movimientos políticos, sindicales, estudiantiles y artísticos se cruzan por las calles y en medio de esa ebullición, el rock argentino construye su historia desde cero. Los náufragos, veinteañeros y adolescentes subyugados por la bohemia citadina, intercambian discos, pero también pensamientos, poesías, artes, culturas. Navegan la ciudad de día y de noche, experimentando todo tipo de sensaciones, conscientes o no de estar cambiando las cosas. Y si cada revolución necesita un mártir y cada leyenda un mito, ahí estaba un tal Tanguito para llenar ambos casilleros. Héroe de la clase trabajadora, el más delirante entre los delirantes, fue una pieza decisiva en el tablero de la época y murió en el anonimato cuando un tren lo arrolló en la estación Pacífico del San Martín. Por entonces, poco se sabía de su vida. Y menos aún se supo de su muerte.

José Alberto Iglesias nació el 16 de septiembre de 1945 en Caseros, una barriada por la que siempre reflejó el sentido de pertenencia. Hijo de un vendedor ambulante y una empleada doméstica, se decidió por la música a los 15 años, cuando dejó el colegio y una fugaz aventura con la jardinería y empezó a frecuentar los bailes de los clubes de barrio. Habían arrancado los ‘60 y el rock and roll se preparaba para llevarse el mundo por delante con versiones originales y traducidas de los clásicos de Elvis, Little Richard o Chuck Berry.

Mucho antes que explotara el fenómeno del rock argentino en la segunda mitad de la década, Tanguito ya tenía experiencia como cantante de Los Dukes, un grupo en el que ingresó como adolescente. Allí firmó su primera canción, “Mi pancha”, aunque acreditada al conjunto, cara B de “Decí por qué no querés”, de Palito Ortega. Con Los Dukes conoció las primeras multitudes y llegó a presentarse en el mítico programa Escala musical, con los populares artistas de la Nueva Ola, pero dejó el grupo para tomar vuelo propio. Cuando los náufragos de diferentes puntos de la ciudad confluyeron en La Cueva, el mítico sótano de Pueyrredón y Juncal que el rock tomó prestado al jazz, Tanguito ya tenía un nombre. Aunque vale decir, varios y ninguno le terminaba de conformar del todo, una muestra gratis de su personalidad errante.

El que figuraba en su documento no le gustaba, decía que parecía el de un cantor romántico de boleros, El apodo con el que pasó a la inmortalidad se lo pusieron por sus dotes de bailarín en los clubes de barrio, donde le sacaba viruta al piso, pero al compás del rock and roll. “Bailate un tanguito, José”, le repetían una y otra vez, hasta que quedó. Pero tampoco era de su agrado, quizás porque había sido obra del sarcasmo otros, parte de un bullying que su origen suburbano y su personalidad retraída iba a padecer en otras oportunidades.

A José le gustaba bromear con sus alias. Cuando se produjo la explosión de Sandro y Los de Fuego, jugaba a ser Drago y sus Matafuegos. También se hacía llamar Donovan, el Protestón, combinando su fascinación por el cantautor escocés con su habitual inconformismo. Con este nombre se presentó en el fundacional encuentro “Aquí, allá y en todas partes”, el ciclo organizado por el periodista Miguel Grinberg y la antropóloga Susana Nadal a finales de 1966 para aglutinar y visibilizar el movimiento incipiente que se estaba gestando en todo el país.

Tanguito se fascinó con la idea y cantó rabiosas y personalísimas versiones de “Hound dog” y “Tutti frutti”, además de improvisar temas propios. Allí se enamoró de otra Susana, “una piba que cantaba canciones de Facundo Cabral con una voz muy linda parecida a la de Joan Baez”, según la describió el propio Grinberg en su fundamental libro Como vino la mano. La hizo musa de algunas de sus canciones, y también le tomó prestado el nombre en otra crisis de personalidad que lo presentarse como Susano. Aunque cuando de el dependía, elegía ser llamado Ramsés, por su fascinación por el faraón egipcio.

Si bien era habitué de La Cueva, su estilo de trovador desordenado lo alejaba del escenario principal del reducto de Pueyrredón, reservado a conjuntos más profesionales. Sus actuaciones eran más bien arrebatos en horarios marginales y en cada recoveco que encontraba para hacer lo suyo. Pero en ningún lado se expresaba mejor que en el “arenero” de Plaza Francia, meca de los primeros hippies, o en cualquier zapada improvisada en algún rincón de la ciudad. Quizás no sea casualidad que el único registro fílmico de su existencia sea un breve paneo sin volumen en el que se lo ve tocando la guitarra. Se trata de una jornada histórica, el Día de la Primavera de 1967, cuando Pipo Lernoud convocó a los hippies del país a congregarse en Plaza San Martín, para visibilizar los abusos policiales que se vivían en la dictadura de Juan Carlos Onganía. Por ese entonces, el fenómeno que se conocería como rock nacional empezaba a estar en boca de todos. Y Tanguito había tenido mucho que ver en la cosa.

La Perla, el baño y la balsa. Luego de remontar la avenida Pueyrredón con las primeras luces del día, los náufragos confluían en la esquina de Rivadavia y Jujuy donde seguían las aventuras de la noche. Si en La Cueva lo que fluían eran las zapadas, en La Perla todo giraba en torno a los cuadernos. La poesía tenía un lugar decisivo en esos jóvenes que no se contentaban con traducir las letras de los clásicos del rock and roll, querían contar y cantar las cosas que les pasaban en esta parte del mundo, con problemáticas parecidas y diferentes a los rockeros de otros mundos.

Antes que lo tomen los náufragos, el bar era territorio de estudiantes universitarios, por lo que reinaba un silencio de biblioteca, que obligaba al grupo a rebuscárselas cuando la inspiración golpeaba a la puerta. La solución estaba en el subsuelo, en el baño de caballeros con una acústica favorable. En una de esas jornadas interminables, Tango se le acercó a Litto Nebbia y le contó una idea que le andaba dando vueltas. “Me dijo: ‘Se me ocurrió el comienzo de una canción y no sé cómo seguirla’. Nos fuimos al baño y sobre un mi mayor el comienzo diciendo: ‘Estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda’. Me pasó la guitarra e hice lo que sigue, toda la canción como es”, reveló Nebbia, aportando su versión al mito fundacional del rock argentino, y su primera gran polémica.

Firmada por Litto Nebbia y Ramsés VII (como el faraón ya estaba usado debió improvisar el número de su acorde preferido), “La Balsa” se publicó el 3 de julio de 1967 interpretado por Los Gatos y con la versión corregida de “Ayer Nomás” (Moris-Pipo Lernud) como cara b. Vendió unas 200 mil copias y la mitad de los derechos de autor fueron para Tango, que cobró alrededor de 50 mil dólares. Una de las tantas leyendas sobre su persona cuenta que se compró discos, ropa, un grabador y un tocadiscos de última generación que olvidó en un taxi, un llamado de atención de una personalidad que empezaba a perder el eje.

Como si la popularidad acarreara una maldición, ambos autores renegaron de “La balsa”. Nebbia la tuvo un tiempo largo desplazada de sus conciertos y Tanguito tenía reticencias para interpretarla. De hecho, en las informales grabaciones de lo que sería su primer trabajo solista póstumo, no parece muy convencido cuando se la solicita alguien del control. Hasta que interviene el vozarrón de Javier Martínez. “Si es tuya”, insiste. Y como para que quede asentado ante escribano público, repite una y otra vez: “En el baño de La Perla del Once compusiste La balsa”. Por entonces, el tema ya había vendido miles de copias y sonaba en todas partes y se interpretó que el líder de Manal le tiraba un dardo por elevación al rosarino. El tiempo se encargó de consensuar que Tanguito había sido el autor de la primera frase y el disparador del concepto de la letra. “Estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda”, que según Pajarito Zaguri, otro náufrago de la primera ola, puede derivar de “La barca” de José Feliciano, que solían escuchar en la casa de Caseros. Nebbia había trabajado sobre esta idea, puliendo los detalles y había diseñado la melodía, con los aires de bossa nova que estaba experimentando. por su cuenta

El hombre restante. A diferencia de Litto, uno de los compositores más prolíficos de la música popular argentina, Tanguito solo editó en vida cinco canciones. Las primeras fueron el single “La princesa dorada” -con letra de Pipo Lernoud-, que traía como cara b “El hombre restante”, escrito con Javier Martínez, que registró en enero de 1968 con el éxito de “La balsa” todavía caliente. Grabados en la RCA con la orquesta de Horacio Malvicino adornando las canciones, al autor no le gustó el resultado, el disco no tuvo la difusión ni las ventas esperadas.

Mientras tanto, las drogas empezaban a ser una experiencia cada vez más peligrosa, y la marihuana le hacia lugar a las inyecciones anfetaminas. Volver a Caseros City era una odisea, y prefería divagar en las calles porteñas, en las casas de amigos que cada noche eran diferentes y más peligrosos. Mientras el rock argentino sentaba las bases de su génesis definitiva, con Manal y Almendra sumándose a Los Gatos, que grababan discos, participaban de festivales y se enamoraban, Tanguito fue perdiendo brillo hasta opacarse.

En 1970 iba a tener su última oportunidad en un estudio de grabación vinculado al sello Mandioca de Jorge Álvarez, que grababa a Manal, Miguel Abuelo y Vox Dei. La idea era registrar un álbum con Javier Martínez, Alejandro Medina y Claudio Gabis, los manales, como backing band. Pero Tango no llegó a la cita recién hasta el tercer día, y solo había quedado Javier. A guitarra y voz registró el material –mucho más cerca de un demo que de un long play- que se publicaría finalmente en 1973, con la mencionada frase del baterista. Con Tango en vida se publicaron “Amor de primavera”, con letra de Pedro Pujó y “La balsa”, además de “Natural”, incluido en el emblemático compilado Pidamos peras a Mandioca.

Será porque tal vez quiera olvidar. La vida de Tango empezó a transcurrir en las comisarías que en los escenarios. A las habituales razzias por su pelo largo y su andar desaliñado, empezó a caer por tenencia de drogas. Su nombre figuró en una redada en el diario La Razón, detenido junto a otros hippies “por participar en fiestas dudosas y consumo de drogas”, y mientras Ramsés vagaba por las calles, hacia comienzos de 1971 se terminaba el sueño de la primera camada del rock de acá. Los grupos se disolvieron, muchos músicos emprendieron viajes iniciáticos o liberadores, pero en una etapa y la otra, Tango quedó encerrado en su laberinto.

Los días de Tanguito pasaron entre la cárcel de Devoto y el Hospital Neuropsiquiátrico Borda, el destino al que la sociedad expulsaba a los adictos, cuando las clínicas de rehabilitación estaban lejos de imaginarse. Los tratamientos de electroshock e insulina destruyeron el alma de un músico sensible. Fue diagnosticado como esquizofrénico y declarado judicialmente demente y trasladado al pabellón 13, que habitaban los criminales. Hasta que una noche decidió que era la última que iba a pasar encerrado e ideó su propio naufragio: se escapó del instituto y emprendió el recorrido a Caseros City, su terruño. En la estación Pacífico, cayó a las vías y fue arrollado por la formación. Su muerte pasó desapercibida en los medios y no se supo de ella hasta días después. Y nadie más que él supo lo que pasó.

En 1993, la película Tango Feroz de Marcelo Piñeyro y con Fernán Mirás en su papel echó más dudas sobre su figura. Rompió récords de audiencia y ayudó a despertar la curiosidad por los inicios del rock argentino, pero poco tenía que ver con su vida. No fue hasta 2009 con la publicación de Yo soy Ramsés que se tuvo una mejor aproximación a su estatura artística. Se trata de una sesión de grabación en RCA de 1967 que permaneció inédita hasta entonces y que contienen seis canciones inéditas. Desde el título parece hacerle honor a su deseo y desde las canciones muestra a un trovador psicodélico con una sensibilidad especial para cantar las cosas que pasaban y sentían los náufragos. Y también abre la ilusión a que aparezcan nuevas canciones o quizás imágenes para permitir una nueva comunicación directo al infinito con el hombre que le puso el cuerpo a la primera leyenda del rock local.

Fuente: Infobae

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