Más de 40 años y varias revueltas interplanetarias después, hoy la galaxia se hace ver más diversa, feminista y multiétnica.
Cuando el cartelito vintage de Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana aparezca este jueves en los cines de cada rincón de esta galaxia conquistado por los homo sapiens, la sensación de fin de ciclo para Star Wars será inevitable. Aunque la saga ya había tenido otros “finales” en 1983 –cuando El regreso del Jedi cerró la trilogía original– y en 2005 –cuando La venganza de los Sith clausuró la segunda trilogía, la de las precuelas–, esta vez será personal. Es que el creador de todo esto, George Lucas, siempre sostuvo que su plan maestro constaba de nueve películas, divididas en tres trilogías, cada una dedicada a narrar las aventuras de tres distintas generaciones de una misma familia: los Skywalker. O sea que la película que se estrenará esta semana, el Episodio IX – El ascenso de Skywalker, será técnicamente la última pieza de su esquema original. Aunque todos sepamos que será cualquier cosa menos un final para la maquinaria.

Desde que Disney compró la saga en 2012, por 4000 millones de dólares terrícolas, no han dejado de surgir estrenos, promesas y anuncios de spin-offs, series por streaming, animaciones, nuevas trilogías y películas individuales. El inminente Episodio IX será, en todo caso, el final de la saga-línea fundadora, esa que hizo del clan Skywalker una suerte de familia de elegidos que durante décadas tuvo a la galaxia girando a su alrededor, cual dinastía: Anakin/Vader, Luke, Leia, la pobre Shmi, Ben, ¿algunx más? Ah, y sus eventuales consortes VIP, como Han Solo. Fueron décadas dentro de la historia (de la Vieja República a la Nueva Orden, pasando por el Imperio, la Rebelión, la Nueva República) y décadas del mundo real (de 1977 a 2019, pasando por la Unión Soviética, Maradona, Messi e Internet).

Pese a que esta trilogía final fue ideada/bocetada por Lucas –quien de hecho boqueó que estaría “dedicada a los nietos de Darth Vader” muchos años antes de que existiera el concepto de spoiler–, ocurrió entera bajo el ala de Disney. Y por lo tanto ha recibido caricias significativas en lo ideológico, para acomodarla a una era –o en todo caso, a un mercado internacional– que en muchas cuestiones empatiza y simpatiza con ideas un poco más abiertas. Tal vez no necesariamente a la hora de votar, pero sí al menos cuando se sienta a ver películas.

El primer ajuste era esperable y fue generacional. Desde que J.J. Abrams quedó al volante de la saga y puso en marcha la trilogía de secuelas –El despertar de la Fuerza, en 2015; Los últimos Jedi, en 2017; El ascenso de Skywalker, pasado mañana– era evidente que los actores originales ya estaban para roles de gurúes, sino de abuelos. Así fue que se hicieron a un lado en la pantalla, se convirtieron en nexos narrativos que operaron como guías ante la llegada del nuevo y joven elenco y salieron, uno a uno, ordenadamente, de cuadro.

El Han Solo de Harrison Ford murió en el Episodio VII, el Luke Skywalker de Mark Hamill (aparentemente) se inmoló en el Episodio VIII y veremos cómo la icónica princesa Leia de Carrie Fisher acabará su peripecia en el Episodio IX, aunque el fallecimiento de la actriz californiana en 2016 acaso sea el más triste de los spoilers. Estas salidas habilitaron que los nuevos roles protagónicos fueran para personajes jóvenes como Rey (la inglesa Daisy Ridley tenía 23 años al debutar en la saga) o Finn (John Boyega también tenía 23 cuando agarró su primer sable láser).

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