Sin un beneficio diferencial para un gobierno aliado como el de Milei, el país queda dentro de un modelo de convenios en serie, donde la asimetría es la regla y el único ganador son los gringos del norte.

Por Juan Garriga / Página 12

El acuerdo comercial que anunció Estados Unidos para Argentina replica el mismo esquema que ofreció, en paralelo, a Ecuador, El Salvador y Guatemala: una fórmula en la que Washington mantiene los aranceles generales que impuso este año y concede excepciones puntuales sobre bienes que no produce, mientras exige apertura profunda en sectores estratégicos. Sin beneficios diferenciales para el aliado Javier Milei, Argentina queda alineada con un grupo de países que entregan mucho y reciben poco en el marco diseñado por la Casa Blanca, sin reconocimiento de sus particularidades productivas ni de su peso relativo en la región. Un puñal más en el corazón de la industria nacional, que viene sufriendo complicaciones por la política económica oficial.

Lejos de tratarse de un vínculo equilibrado, los lineamientos difundidos por Washington revelan compromisos locales en materia arancelaria, sanitaria, laboral, ambiental, digital y de propiedad intelectual, pero no especifica con claridad qué beneficios otorgará al país gobernado por Donald Trump. El resultado está claro: derechos para Estados Unidos y obligaciones para Argentina, con un nivel de asimetría alto y de reciprocidad prácticamente inexistente.

El problema de fondo es que esta estructura se aplica del mismo modo a países con realidades económicas muy distintas, con eje en la primarización y los servicios. Ecuador, El Salvador y Guatemala carecen de una base industrial comparable a la Argentina y exportan bienes que no compiten con la producción estadounidense. Para ellos, la apertura resulta menos costosa porque su especialización está en productos tropicales o primarios. Argentina, en cambio, compite en sectores sensibles para Estados Unidos —agro, acero, aluminio, industria química y farmacéutica— y enfrenta una diferencia de productividad que vuelve riesgoso un esquema de apertura unilateral. La ausencia total de análisis sectorial y de evaluación de impacto agrava la vulnerabilidad del aparato productivo local.

Más aún: el marco difundido por la Casa Blanca implica una cesión de soberanía inusual en acuerdos comerciales. Argentina se compromete a aceptar normas y certificaciones estadounidenses en alimentos, medicamentos, dispositivos médicos, vehículos y productos agrícolas, desplazando a ANMAT, SENASA o INAL y supeditando la regulación local a criterios ajenos. Bajo el discurso de “estándares internacionales”, el país quedaría obligado a adoptar normativas externas que no contemplan sus prioridades productivas ni sanitarias. No existe un compromiso equivalente por parte de Estados Unidos, que mantiene su autonomía regulatoria sin modificaciones.

El comunicado estadounidense tampoco reconoce su propia política de protección comercial, reforzada desde abril con aranceles generalizados del diez por ciento a casi todo el mundo. En ese contexto, el centro CEPA advierte que el objetivo real es transformar a la Argentina en un mercado abierto para los productos estadounidenses, restringiendo al mismo tiempo el ingreso de bienes provenientes de “economías no mercantiles”, expresión utilizada para desplazar la competencia china. El acuerdo inserta a la Argentina de forma pasiva en la guerra comercial global, sin beneficios claros ni estrategia propia de inserción internacional.

En conjunto, y sin ningún trato preferencial pese al explícito alineamiento político con Trump, el marco sitúa a la Argentina en el mismo nivel que economías pequeñas y primarizadas. “Sin privilegios comerciales para el amigo Milei” deja de ser una consigna y pasa a describir con precisión la situación: el acuerdo no reconoce la importancia industrial argentina, no compensa la asimetría estructural y no ofrece un sendero de beneficios equivalentes.

Las repercusiones comenzaron a multiplicarse. En el sector farmacéutico, Eduardo Franciosi, director ejecutivo de Cilfa, afirmó que apoyan acuerdos que promuevan el comercio bajo reglas equilibradas, pero advirtió que lo anunciado son apenas lineamientos generales. “Hasta que se conozca el texto final será difícil prever los impactos”, señaló, subrayando la incertidumbre que genera la falta de precisiones en un sector que suele enfrentarse a presiones para ampliar patentes y reducir la producción local de genéricos.

En el agro, la Bolsa de Cereales de Buenos Aires valoró “toda iniciativa orientada a fortalecer la inserción internacional del país”, mientras que la Sociedad Rural respaldó el entendimiento pero advirtió que “aguardamos los detalles finales para determinar qué impacto tendrá en la cadena agroindustrial”. El sector recuerda que aún no está claro cómo se articularán las condiciones de acceso ni qué exigencias impondrá en la letra chica.

En el plano político, la reacción fue más dura. Guillermo Michel, exdirector de Aduanas, sostuvo que “a la Argentina le llegó la factura después del aporte estadounidense a la campaña de Milei”, vinculando el acuerdo con un respaldo político que, según señaló, ahora se traduce en exigencias comerciales. Sabino Vaca Narvaja, exembajador en China, fue categórico: “Si vos perdés la normativa interna, es una cesión de soberanía enorme. Es una ley bases adecuada a Estados Unidos”. Para él, lo firmado replica la lógica de la reforma estructural doméstica, pero aplicada al comercio exterior. “La ley bases fue escrita por los grupos concentrados argentinos; este acuerdo está escrito por los monopolios estadounidenses”, sintetizó.

El economista Claudio Loser, exdirector del Fondo Monetario Internacional, evaluó que el entendimiento no constituye un tratado de libre comercio en sentido formal, aunque es “lo más parecido” que Argentina puede firmar sin romper con el Mercosur. Aun así, reconoce que implica obligaciones importantes para el país, sin incorporar los mecanismos institucionales.

El análisis más crítico llegó de Jorge Carrera. Para él, llamar “acuerdo” al anuncio “es un abuso del lenguaje”. Sostuvo que no hubo negociación de posiciones ni intercambio real de concesiones: “Lo que se firmó fue una imposición unilateral: Argentina acepta las exigencias tradicionales y nuevas de Estados Unidos para facilitar las importaciones desde ese país y mejorar su posición competitiva frente a Asia y Europa”. Comparar este marco con el Acuerdo Mercosur–Unión Europea “es equivocado”, afirmó, porque en este caso no hubo rondas de negociación ni procesos técnicos; hubo aceptación directa del texto estadounidense.

Carrera advirtió que podrían aparecer cláusulas más gravosas cuando se conozca el texto final. Por ahora, remarcó, se trata de un convenio de facilitación de importaciones estadounidenses y de limitación de importaciones de terceros países.

Finalmente, planteó un interrogante geopolítico: “¿Qué pensarán ahora los negociadores de la Unión Europea?”. Si Argentina aceptó estas condiciones sin obtener beneficios sustantivos, ¿cómo defenderá sus demandas en la negociación Mercosur–UE? La señal hacia el exterior es que la Casa Rosada está dispuesta a avanzar en acuerdos con mínima reciprocidad.

La discusión recién comienza, pero el diseño del acuerdo plantea una tensión evidente: mientras Washington mantiene intacta su estructura arancelaria y solo flexibiliza lo que no afecta a su producción, exige a cambio una apertura amplia en sectores centrales de la economía argentina.

Ese trasfondo político ya fue señalado por economistas y exfuncionarios: este acuerdo comercial, más beneficioso para Estados Unidos que para Argentina, puede leerse como la segunda parte del rescate financiero otorgado por Washington tras la intervención de Trump durante la campaña y luego del uso del swap bilateral. Ahora, el respaldo geopolítico se complementa con un esquema comercial que profundiza la dependencia y consolida un alineamiento sin concesiones significativas para la economía local.

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